EL HOMBRE QUE SE CONVIRTIÓ EN PEZ, O NO.

Tanta inactividad no podía ser buena. Tenía que empezar a pensar en ponerse las pilas. Pensó que siempre le había gustado nadar. Así que decidió marcarse unos horarios para ir cada día a la piscina. Al principio fueron días alternos. Imposible seguir el ritmo marcado. Sólo tirarse al agua el primer día, casi pierde el aliento en el primer largo y tuvo que parar para jadear.

Poco a poco fue mejorando y superándose cada día. La pereza de encaminarse a la piscina con todo lo necesario, meterse en la ducha nunca del todo templada, desaparecía una vez en el agua, donde cada vez disfrutaba más. Cada día le costaba más abandonar el agua. Un largo más, otro más, hasta que tenía que obligarse a parar porque su cuerpo seguía sin notar ya ningún cansancio. Estaba muy satisfecho de sus progresos. Nadar un kilómetro se convirtió pronto en dos, poco a poco lo alargó hasta tres, luego ya eran cuatro y al final tenía que salir porque le invadían la piscina los niños de los cursillos. Empezó a adelantar cada día un poco más la hora de inicio, para poder disfrutar a sus anchas de los horarios menos concurridos.

Tardó mucho tiempo en darse cuenta de la metamorfosis. Primero fue una descoordinación de su propio cuerpo e incluso de su mente al realizar gestos mecánicos fuera del agua. Se daba golpes contra las puertas, no conseguía encajar el coche en su plaza de garaje, o bien se caía de la cama en plena noche. Mientras que su precisión nadando, dando las vueltas a la piscina, aumentaba de manera sistemática, como un cronómetro bien calibrado.

Su piel empezó a cambiar. Empezó por un enrojecimiento general, lo que provocó que su madre le llevara de urgencias a un dermatólogo. Pero las pomadas resbalaban de sus manos como si las tuviera de gelatina. Su voz también mudó de un día para otro. Se volvió más gangosa. Más que hablar, parecía borbotear. Para no escurrirse de la cama y de las sillas, se vestía de arriba abajo con ropas afelpadas. Poco a poco se fue quedando medio sordo. Sólo dentro del agua oía sonidos que no podía oír fuera. Fue cuando se le empezaron a pegar los dedos de los pies y de las manos entre sí cuando se percató de que se estaba transformando en pez. Y realmente tuvo conciencia de ello cuando un día debajo del agua no tuvo necesidad de volver a salir a respirar. Le encontraron ahogado a la hora del cierre de la piscina municipal.

Pero este final del cuento podría no ser el verdadero. Porque la realidad fue otra. No pudo volver a la piscina en coche porque dejó de poder conducir. Tuvo que empezar a ir a pié. El trayecto era largo, lo que le obligaba a caminar casi una hora de ida y otra de vuelta.

Fue en ese trayecto donde le atropelló un día Marta. Iban los dos mirando en direcciones opuestas en el momento de la colisión. Él rodó por el suelo y se golpeó el hombro contra la acera. Marta se desembarazó de su bicicleta y corrió a socorrerle. Ahora viven los dos en un chalet adosado con su gata Musa.