EL GRAN SABIO

El rey se preparaba para la inevitable guerra, y consultaba a los oráculos cual sería el día propicio para atacar.

Finalmente, el rey decidió ir a visitar al gran sabio en su montaña. Para ir a ver al gran sabio, lo único que había de llevarle era comida. El procedimiento establecía que había que esperar a que el gran sabio hubiera comido y probado todos los alimentos antes de hacerle ninguna pregunta. Todos los alimentos que no hubiera probado antes, el gran sabio se olvidaba de comerlos, abstraído en sus pensamientos y sus cábalas. Un niño mudo se ocupaba de vigilar todas las noches un fuego para que el frío y los depredadores no acabaran con su vida. El gran sabio nunca se equivocaba y era necesario mantener esa vida tan frágil que él mismo parecía despreciar. Los alimentos que precisaba para vivir parecían ser sólo el cielo y el gran silencio en el que vivía, y que lo mantenían ajeno a la realidad. Sin embargo, el gran sabio parecía conocer todas las respuestas del universo.

Pero por primera vez, el gran sabio se equivocó. Y como un espectro salido de su profundo estupor, por primera vez abandonó su montaña y se dirigió al campo de batalla, para ver cómo mataban al rey y aplastaban a su ejército. El gran sabio caminaba confuso entre el fragor de la batalla mientras un soldado lo hería por la espalda.

El espíritu del rey se acercó al espíritu del gran sabio y le preguntó:

  • “¿Porqué te equivocaste, gran sabio?”
  • “¿Quieres saber porqué me equivoqué?” le contestó el sabio.
  • “Si, por supuesto” le dijo el rey.
  • “Sígueme en la eternidad” le ordenó el gran sabio.

El gran sabio empezó a desvelarle todos los secretos del universo, las probabilidades matemáticas que determinan los movimientos de todo lo que existe, las leyes que rigen el azar. Jugaba con él a todos los juegos inventados y no inventados, para demostrarle cómo todo tenía más de una solución y el resultado siempre variaba. En el ajedrez el rey empezó a calcular de antemano el resultado según decidiera su movimiento. Casillas numéricas entrecruzadas le demostraban que una cifra colocada en tres lugares diferentes le llevaba a tres resultados distintos.

El rey tenía toda la eternidad para aprender, por lo que decidió seguir jugando con las matemáticas. Y la eternidad le parecía corta para aprender tantas cosas.

Nunca supo cómo la materia, de la que su espíritu formaba parte, y que le había trasladado en torbellino sinfín por el cosmos, le transformaba en partes de un todo y en su esencia individual al mismo tiempo. Ahora le había llevado a través de esta eternidad de permutaciones a transformarse en un humano cuando un rey le despertó de su ensimismamiento. En esa partícula de su tiempo actual, recordaba las preguntas de ese rey que le daba de comer con cariño y le preguntaba cosas tan simples que él respondía con un simple cálculo de probabilidades.

Todas las preguntas que el rey le hacía y todas las veces que un niño mudo le daba de comer, le estorbaban en su profundo juego matemático constante. Pacientemente lo toleraba cada vez, volviendo a reemprender el viaje de su espíritu por las galaxias de partículas en movimiento de seres cósmicos infinitos.

Hasta el día que se equivocó. Y ese rey que le alimentaba, le cuidaba, le curaba, le lavaba y le acariciaba con ternura, se despidió de él para ir a la batalla. ¿Por qué iba ese día? ¿Le había dicho él que fuera ese día? Tenía que defender a su pueblo de ataques bárbaros.

El gran sabio se encontró de pronto hablando con el espíritu del rey en medio del fragor de la batalla:

  • “¿Porqué te equivocaste, gran sabio?” le preguntaba el rey.
  • “Sígueme en la eternidad y lo sabrás”