Ya desde niño tuve conciencia de mi extraño don. Yo creo que fue en el momento en que recibí un caleidoscopio como regalo cuando noté esta pequeña-gran diferencia con mis semejantes. De lo que no era consciente era de lo que esto podía cambiar mi vida.
Hay pequeños dones que premian a poca gente, y que en muchos casos no pasarían de ser considerados simples habilidades o intuiciones. Por eso al principio pensaba que mi don no era nada extraordinario, incluso pensaba que todo el mundo tenía esa misma facultad que luego me diferenció tanto de los demás.
Me recuerdo haciendo los deberes en la mesa de la cocina cuando mi madre, en un fallo de equilibrio, dejó caer una copa de cristal al suelo. Observaba como barría los añicos de la copa que desde la altura de sus manos había sembrado el suelo de cristales, esparcidos en un radio que yo ya había calculado de antemano antes de que la copa chocara contra las baldosas. Mi madre estaba a punto de devolver a su sitio la escoba y el recogedor cuando le dije “Quedan cuatro cristales debajo de la nevera y otros dos que han saltado al fregadero” Mi madre me dirigió una mirada incrédula, pero sin decir nada miró dentro del fregadero y después debajo de la nevera, donde recogió la exacta cantidad que yo había mencionado. Más adelante tuvo la certeza de que yo tenía una agudeza visual que ella no poseía. Pero yo no necesitaba ver el impacto y sus resultados para saber exactamente donde se encontraban todos los pedazos, cuantos eran y el tamaño de cada uno de ellos. Mi cabeza los descomponía automáticamente en su trayectoria.
El caleidoscopio no tenía misterios para mí. Antes de hacerlo girar, ya conocía el momento exacto del giro en que los cristales de su interior se moverían, y cual sería la composición resultante en todas sus caras. No podía entender que el resto de la gente no pudiera preverlo como yo, y que les divirtiera la sorpresa de cada nuevo resultado. Yo los podía componer en mi cabeza sin necesidad de verlo.
Fui creciendo sabiendo con certitud en qué se iba a descomponer cada cosa que se rompía, en que posición caerían las tabas con las que jugaba, en qué posición quedaría en la acera una persona, animal o cosa que cayera por una ventana, donde estaban los restos de un coche en una colisión vista en la tele.
Y parecía ser yo la única persona que parecía predecirlo.
En mi adolescencia conseguí que me regalaran una cámara de video digital. Mi don empezaba a obsesionarme de tal modo que pedía a mis hermanos que grabaran, sin yo verlo, la caída de vasos, platos o de cualquier objeto frágil. Yo luego me dedicaba a ver la grabación, congelando la imagen en la caída justo antes del impacto, para luego corroborar los resultados “in situ”. Abandonaron mi juego en cuanto les expliqué en qué consistía, pensando que me faltaba un tornillo en la cabeza. Sólo mi madre seguía mirándome con extrañeza, sin atreverse a hacer ningún comentario.
Ya en la universidad, tenía la sensación de que no tenía sentido estudiar, puesto que mi extraño don me hacía único, cosa que me reportaría fama y dinero.
Hoy día trabajo en investigación criminal, tengo un salario digno, los mismos jefes que mis compañeros, y unos hijos que no han heredado ni mi don, ni ningún otro rasgo que les haga sentirse únicos.